Doce Cuentos Chinos
Francesca
Ya no soy así, pero lo fui, una ficción como los Cuentos Chinos, una
ficción con su punto de realidad. Me gusta esta foto por muchas razones, pero
especialmente por la luz que incide sobre mis manos. Porque en las manos está
todo lo posible y también lo improbable, porque “no es lo que tenemos sino lo
que somos capaces de hacer con ello”.
Hoy tengo poco para ofrecer, pero quiero regalarte algo de lo que tengo, de
lo que escribo
para agradecerte el tiempo que pasas leyéndome, para agradecerte el tiempo
que piensas en mí y compartes tu tiempo con el mío, sea mucho o sea poco, sea
real o sea en la virtualidad del ciberespacio.
Feliz Navidad, feliz 2014!
que además de salud, dinero y amor, no nos falte la ilusión y las ganas de
continuar en el camino.
I. Enero
Su abuela siempre le decía: "no te fíes nunca de un hombre que tenga
la nariz en medio de la cara". Le hacia mucha gracia ese comentario y toda
la metáfora implícita.
"Abuela -le contestaba ella, solícita, cuando era una adolescente-,
los chicos son muy divertidos. Son blancos. Se les ve venir. Me encantan y me
gusta fiarme". La abuela fruncía el entrecejo.
"Abuela -le contestaba ella todavía firme cuando era veinteañera-, los
hombres tienen sus cosas, pero si sabes tratarlos son fantásticos". La
abuela movía la cabeza a derecha e izquierda mirando al cielo.
"Abuela -le contestaba ella con un punto de decepción cuando se
acercaba a los treinta -, ellos son muy egoístas, ya lo sé, pero también son
bellos". La abuela ya estaba muy mayor y parecía que no entendía, pero una
lágrima le asomaba por el rabillo del ojo derecho.
Al poco tiempo, murió y ella conoció al hombre con la nariz más grande del
mundo. Y encima le brillaba como si el sol se hubiera concentrado ahí.
"Abuelita -le dijo frente a su tumba, ¿qué hago? su nariz es más
grande que mi cara y la tiene bien en medio de la suya".
Se escuchó un crujir de huesos. Era la Abuela que se santiguaba.
II. Febrero
Seguimos en la estación. Esperando. Ese lugar de tránsito que aúna vidas y
quehaceres. Los trenes llevan retraso y los operarios no explican. No sé porqué
se enfadan tanto. La vida también es así. Aunque nos gustaría, nadie nos cuenta
de dónde viene esa desgracia ni ese premio ni por qué.
Una dice que no piensa pagar el trayecto. Estúpida soñadora utópica. ¿Acaso
dejas de pagar en la vida aunque el servicio no sea el deseado? En realidad, me
enternece. Cree y siente lo que dice.
Muchos más están indignados. Se quejan, maldicen, murmuran, se crispan.
Ellos no. Ellos siguen en la estación besándose. Estarán agradecidos por ese
retraso que dilata su despedida. Siempre puede sacarse algo positivo de
cualquier contratiempo.
Poco a poco, el andén se va llenando de gente. Achico los ojos y así me
alejo un poco de la escena y, viéndoles más pequeños y lejanos, tengo la
sensación que son como esos caracolitos que se reúnen sobre una rama seca en el
verano, bien apretados a dormir el calor. Pero no, éstos se mueven demasiado,
no, son como hormigas devorando un insecto o como una flor abriéndose a
velocidad extrema, los dos ejemplos son válidos y reales, no tengo
preferencias. Sé que usando el primero se me tacharía de oscura y usando el
segundo, de cursi. Pero no tengo preferencias, de verdad, ambas visiones están
contenidas en mi.
Sigo observando. Tibia. Finalmente llega el tren. Y todos se lanzan en
avalancha a penetrarlo. Se empujan, se miran de reojo, se aceleran. Lo hacen, a
pesar de que saben que hay asientos para todos y que la máquina tardará todavía
unos minutos en ponerse en marcha.
Los amantes siguen besándose. En cuanto se acomodan los pasajeros, ellos
despegan sus labios un instante, y cogidos de la mano, se dirigen al vagón
donde también yo pensaba sentarme. Les admiro. No iban a despedirse, sólo se
amaban, con esa intensidad brutal de las tragedias. No pretenden hacer nada
extraordinario esta noche, tal vez sólo sentarse en casa a ver la televisión y
seguir besándose, como si no hubiera trenes que pasaran, sólo amándose.
De pronto, siento una tristeza infinita. Y decido no coger el tren, seguiré
esperando. Después de todo, es lo que se espera de mi. Olvidé decirlo, soy la
máquina de los refrescos.
III. Marzo
Aquel era un lugar bien extraño: en una de las arterias comerciales más
conocidas de la ciudad, justo al lado de una fuente, se abría un pequeño patio
interior y allí en un cartel luminoso, estéticamente desubicado, y con una gran
flecha de neón, se podía leer "Probadores". Me extrañé: no había
ninguna tienda alrededor. Pero la curiosidad era demasiado fuerte así que me
acerqué despacio buscando alguien que me diera alguna respuesta. No había
nadie, sólo la escultura de un niño negro con rasgos blancos.
Una cortina de terciopelo color añil, pesada como las de las iglesias,
separaba el probador del exterior. La aparté con dificultades y entré. Entonces
sonó una música de violines y una voz en off, grave y masculina, me invitó a
cambiarme de ropa.
- ¿Qué ropa? -respondí bajito-, no hay ninguna ropa.
De repente, apareció ante mi un traje gris perla: falda de tubo hasta la
rodilla, camisa blanca semitransparente, chaqueta entallada, medias de seda,
zapatos negros de tacón a lo Letizia y un pequeño bolso también negro
incrustado de cristales que formaban una gran C.
- Pruébatelo -ordenó la voz en off-, y serás una persona nueva mientras lo
lleves.
No pude resistirme y así lo hice. De repente, mi pelo alborotado se definió
en rizos brillantes y elásticos y en mi rostro normalmente limpio y sin
maquillaje, las pestañas se me multiplicaron, los labios adquirieron un brillo
gloss muy acorde con los cristales del bolso y mis mejillas un tono rosado
artificial pero elegante.
Salí del probador y mis pies iniciaron un camino desconocido. Sin voluntad
propia fui capaz de entrar en un gabinete de abogados, atender a varios
clientes, almorzar con un fiscal y mi secretaria en una arrocería de lujo,
tener sexo, puro sexo a media tarde y de pie, en el cuartito de las
fotocopiadoras, con el joven becario del gabinete y a última hora de la tarde
recibir un masaje relajante con exfoliación y baño de espuma.
Al día siguiente, de camino al trabajo, paré de nuevo enfrente del
probador. De ahí salí con un vestido de lana a rayas de colores, unos leotardos
granate, unos botines de piel girada y un abrigo a cuadros con botones muy
grandes, como de payaso. En la solapa llevaba una libélula de tela, hecha a
mano, y en mis orejas pendientes de ganchillo. Mi pelo, de nuevo alborotado,
tenía reflejos caoba, y con la cara bien lavada, me dirigí a mi clase de
patchwork, antes de pasar por el mercado ecológico para reservarme la comida
del mediodía, impartir las clases de inglés a los chicos de bachiller, las
clases de repaso a los niños de primaria y a última hora, la de informática a
los ancianos del barrio en mi tiempo de voluntariado.
Y así estuve durante un mes, haciendo probaturas de vida, cada día algo
diferente. No sabéis cómo aprendí. Lo jodido, y que Dios me perdone por lo
impropio de esta palabra, es que ayer me vestí de monja y hoy, Santo Cielo!, el
probador ya no estaba.
IV. Abril
Lo secundario siempre lo había definido, dirigido y dibujado.
Era amante de las carreteras secundarias, por ahí se perdía siempre que le
sobraban minutos, con su coche en segunda contemplando almendros o viñas.
Se fijaba siempre en los actores secundarios, aquellos que crecían a la
sombra de los protagonistas, que a veces concentraban en una sola frase toda la
esencia de la historia.
Los recuerdos más frágiles los tenía de secundaria cuando los días sabían a
chicle y tenía granos sólo en la frente.
Cuando empezó a pintar en la academia de la Plaza de la Reina, aprendió
rápidamente que los colores secundarios eran más ricos que los primarios, pero
menos vistosos. No obstante, adoraba mezclar los segundos consiguiendo decenas
de matices en los colores secundarios. Se negaba a pintar con primarios porque
aunque eran más naïf y más vivos y alegres y más de vanguardia, los colores
secundarios le parecían más elegantes y sugerentes, ideales para las pieles,
los rincones, los iris y las brumas.
Contrariamente a lo que todos pensaban no estudió Bellas Artes, sino diseño
industrial, y estaba seguro que lo determinó el hecho de que la industria fuera
el sector económico secundario por excelencia.
Siempre leía los efectos secundarios de las medicinas y no sabía si por sugestión
o por hipersensibilidad, los terminaba padeciendo.
A los cuarenta y dos años y en plena crisis personal, después de ser el
plato secundario de una mujer casada, descubrió la ley de causa-efecto y con
ella el efecto secundario más importante de la enfermedad de estar vivo: cobrar
consciencia de que cada uno da lo que
recibe y luego recibe lo que da, saber que nada se pierde, en realidad, que
todo se transforma que no hay otra cosa. Y entonces respiró tranquilo y se
recostó en el balcón de su casa, en segunda fila de la costa, donde no podía
ver el mar pero sí olerlo, para perder el tiempo en cosas secundarias y
disfrutarlas.
V. Mayo
No estoy muy segura de por qué acepté la
invitación. Lo cierto es que aquella mujer mayor me daba lástima, pero al mismo
tiempo me recordaba tanto a mí misma que sentía deberle algo.
La conocí en el tren que iba a Cadaqués.
Viajábamos las dos solas y ella enseguida inició la conversación. Recuerdo como
bajó antes que yo y como yo la saludé desde la ventanilla con la hoja de
papel cuadriculado que había arrancado de su agenda, moviéndola como si
fuera un pañuelo blanco en una triste película antigua de amor. Paré la hoja de
papel y la miré cuando ya no la tenía a la vista: me escribió en ella su
nombre, su dirección y su teléfono.
Pensé en todos los desaprensivos que podrían
aceptar esa invitación y después atacarla. Era mayor. Estaba sola. Así que
decidí hacerlo, visitarla, y aconsejarla, y advertirla, como haría con una niña
pequeña.
Vivía en el Eixample de Barcelona, en un piso
enorme, con las baldosas de colores y los techos altísimos. Se alegró tanto al
verme que me ruboricé.
- Eres la primera persona que ha aceptado mi
invitación -dijo, mientras me hacía flanquear una puerta hermosa, lacada en
blanco con vidrieras de colores.
Entramos en el salón de te. En las paredes había
frescos con escenas cotidianas de la China antigua. Pude admirar biombos,
jarrones, amuletos y cojines, flores de loto, porcelanas. Quise levantarme para
ayudarla a servir el te, pero no quiso. En poco tiempo apareció por otra puerta
camuflada tras unas pinturas con una bandeja de alabastro y un conjunto de
porcelana color rosa palo y dorado repleta de dragones.
Todo estaba resultando muy mágico y el inicio de
la conversación no fue para menos:
- Confucio decía -empezó- que si hay rectitud en
el corazón, habrá belleza en el carácter. Que si hay belleza en el carácter,
habrá armonía en el hogar. Que si hay armonía en el hogar, habrá orden en la
Nación. Que si hay orden en la Nación, habrá paz en el mundo.
Me quedé muda ante la profundidad de aquellas
palabras, que a mi juicio, retrataban tan bien la situación actual de la
humanidad que yo conocía.
Ella sonrió y me empujó a probar el te.
Es lo último que recuerdo. Desperté en el
descansillo de la escalera, somnolienta y con la lengua hecha cartón. No
entendía nada así que me dispuse a tocar el timbre de su puerta una y otra vez,
pero nadie me abrió.
Lo entendí todo más tarde, cuando me di cuenta
que no tenía ni el móvil ni la cartera.
VI. Junio
Los tres guardianes custodiaban el hogar de la
que piensa, una casa medio encalada, medio de piedra, que se erigía entre
montañas, lejos del bullicio y las tensiones.
Permanentemente, entre los barrotes de las
persianas verde carruaje, se escurría música poco escuchada. A Leilah Broukhim
justo en ese momento, La
fortuna, taconeando
imposibles.
- Cuando piensas, ¿quién es que piensa?
La pregunta martilleaba su cabeza, como lo hacían
los zapatos negros de esa neoyorquina hija de judíos sefardíes procedentes de
Irán, en una mezcla impúdica que abofeteaba nacionalismos y rigideces.
Escuchaba la música, cortaba las setas a trozos
longitudinales y pensaba...por tanto podría decirse que la que pensaba era la
que era.
- Yo soy la que piensa.
Los tres guardianes se partían de la risa.
- ¿y quién es "yo"? -se autocuestionó.
- La que piensa -se volvía a contestar en un
bucle infinito del que parecía difícil salir.
Leilah pasó de su fortuna a dejando huellas -Dios los cría y
ellos se juntan- y del alma
salían los gritos flamencos que la que piensa, hasta ahora, jamás había
entendido ni sentido.
- La que piensa -prosiguió- no es la que siente,
pero puede que sí sea la que cree porque el pensamiento se nutre de las
creencias y los sentimientos, sin embargo, nacen de la piel, intuitivamente,
sin razocinio -lo dijo bajito, sin mucho convencimiento.
- La que piensa es la que se ha pensado
previamente. Y si es así, no soy yo, sino una re-creación de mis ideas y
creencias. Entonces, ¿sirve de algo pensar? ¿no se ha alejado el ser pensante
de esa esencia que lo acercaba a las cosas? ¿Es el pensamiento el que ha creado
monstruos y, por tanto, necesidad de guardianes?
La cebolla pochada, las setas todavía crujientes,
el solomillo de pavo bien salpimentado, el tomate seco ruborizando el plato, el
aroma de las especias y la música enmudeciendo, el pensamiento acallado, la
boca salivando, el vello de los brazos ligeramente erecto, los guardianes
impasibles, y fuera el trino de los pájaros, muchos, distintos, fuertes y
poderosos, como si allí estuviera el Paraíso.
VII. Julio
Entre las hojas de un libro sobre ciudades
invisibles se encontró un lirio amarillo seco, como un papel, sin aroma.
Hizo memoria: lo había recogido en el borde de un
camino en Aachen, un pueblo empedrado en la frontera entre Alemania y Holanda,
en una tarde de primavera de hacía unos años.
El objeto encontrado la llevó a otro recuerdo: el
clavel blanco que Tomás depositó en su mano cuando era niña y ella terminó
enterrando en otro libro, un diccionario grueso y rojo, donde quedó aplastado
sobre la palabra equívoco.
Tomás, amigo de sus padres, era un hombre
pequeño, de piel morena y cuarteada por el sol del campo, como una tierra de
sequía y bigote poblado, ligeramente canoso. Tenía los ojos diminutos, pero
brillantes, como de roedor amable y una colección de revistas pornográficas en
un cajón del mueble de la televisión. Lo sabía porque hasta ahí la guió él
"casualmente" en una visita de verano.
Ella tenía once años, pero parecía de quince.
Llevaba unas gafas enormes que le tapaban la cara blanca como la leche y una
sonrisa tímida y rosada que la protegía de la soledad. Había leído en alguna
parte que para ser encantadora tenía que sonreír siempre. Y por aquel entonces
ser encantadora era su máxima prioridad.
¿Te aburres, cariño? -le preguntó - mira en el
cajón del mueble de la tele, ahí encontrarás algo para entretenerte...y ella
miró y encontró falos y nalgas y pechos y bocas engarzadas.
Lo miró entonces desde lejos con el corazón
acelerado y él le devolvió la mirada con una sonrisa cómplice mientras seguía
hablando con sus padres de higueras y paredes cubiertas de conchas, de pinos y
procesionarias, de vegetarianos y operaciones de cataratas.
Lo recordaba con todo detalle porque permaneció
atenta a la charla, mientras ojeaba las revistas con la idea de guardarlas sólo
cuando terminaran la conversación, no antes, pues aquellas imágenes que veía
por primera vez la tenían hipnotizada.
Al terminar la visita, apoyada en el coche, con
su vestido beig de mangas abombadas y sus calcetines blancos de encaje, él se
acercó y le acarició la cara con sus manos grandes y ásperas mientras le
regalaba un clavel blanco y le hablaba con sus ojillos pequeños de perversiones
que sólo quedarían en su mirada.
Y ella guardó el clavel y la mirada en un
diccionario grueso y rojo sobre la palabra equivocada.
Ahora recordaba y se miraba la cara arrugada y
manchada por el tiempo. Sintió nostalgia de aquella fragilidad de entonces, del
deseo que provocaba aunque fuera malsano y censurable. Nadie ahora querría
regalarle flores, a no ser que fueran para desearle un buen viaje hacia el otro
barrio.
Sacó el lirio amarillo seco del libro de las
ciudades invisibles. Lo aireó y volvió a guardarlo pasándolo de Zemrude a
Leonia.
VIII. Agosto
- ¿Cuántos años tienes, 40?
- 46! -lo dijo con un punto de coquetería, con la
ilusión de haberle ganado un juego a la Santa Muerte.
- ¿Y quieres encontrar de nuevo el amor?
-preguntó la santera mirándole con sus ojos como pozos.
Él asintió atemorizado.
- Entonces -continuó ella, levantándose del
banquito azul que a penas sostenía su gran trasero y acercándose a una
estantería llena de botellas de colores- tómate este brebaje cada mañana.
Era una botella con un líquido azul bastante
denso. En la etiqueta ponía: "Para amarrar el amor" sobre una foto de
dos amantes rubios y jóvenes, que sin duda lo fueron en los años sesenta.
- Son 100 pesos -dijo la hechicera.
Él rápidamente hizo la equivalencia mental en
euros. Unos 6 euros, perfecto. Poco esfuerzo le tenía que costar su sueño.
Salió de la choza con la cabeza espesa y se
dirigió, de nuevo, al hotel Xaloc de la isla Hollbox. Ahí le esperaba su amigo,
el director del resort, un cincuentón también soltero, pero con un concepto muy
distinto del amor. No le diría lo que acababa de hacer, jamás.
- Estoy un poco cansado de este ir y venir -le
dijo en la cena después del vino blanco, un poco ya cargado de alcohol.
- Pero, hombre, un día una un día otra y cada vez
más jóvenes, de qué te quejas...
- Pero sólo es sexo. Me quiero enamorar.
- Ya no nos podemos enamorar -dijo el amigo -,
somos mayores - y soltó una carcajada - claro, todo lo vivido, todo lo
aprendido, todas las manías, todas las comodidades, nos hacen inflexibles. Te
ilusionas, pero no dejas que el amor entre porque no abrimos la puerta al
proceso, no hay tiempo.
- ¿Qué quieres decir? Y pídeme un gin-tonic,
anda...
- Digo que no perdonamos nada, no dejamos pasar
ni una, cualquier pequeño desencuentro es un obstáculo, no tenemos esa
inconsciencia de la juventud que resta importancia a todo y nos regala, sin
darnos cuenta, el tiempo para conocer a la otra persona y amarla. Si tú hablas
con alguno de nuestros amigos felizmente casados desde hace 20 años,
todos te sabrán enumerar los múltiples defectos de sus parejas, pero también te
dirán que ya no sabrían vivir sin esos detalles.
- Pero qué pereza, oye, yo ya no puedo, ¿qué
quieres decir? ¿que si conozco una chica y yo qué sé, se echa pedos en la cama,
aguante hasta que me acostumbre y ame esa imperfección?
Él se rió.
- Sí, sí lo que quieres es una unión
duradera.
- Yo no quiero una unión duradera, yo quiero amar…Y
otra desventaja –reflexionó él ayudado por el gin-tonic- los amores maduros han
envejecido juntos y aunque se miren en el espejo y vean arrugas o alvicies en
sus ojos sigue existiendo aquella manzana madura de la que se enamoraron, saben
verse en esencia. Sin embargo, yo ahora tengo que amar la imperfección del
tiempo en ellas, así, sin aviso. Llámame frívolo, pero…
- Lo que te digo, somos nosotros los que ponemos
barreras, los que hemos desaprendido el arte de amar, de mirar y valorar el
otro, hay que tirar el lastre que llevamos. ¿Sabes qué? Hay una santera en la
Riviera que…
Unos flamencos rosados como las entrañas pasaron
entonces volando a unos metros de sus cabezas. Su batir de alas, pesado y
pausado, ahogó las palabras. Era hermoso verlos cruzar el aire en grupo. Seguro
que se amaban.
IX. Septiembre
Conversaban, el armadillo y la hormiga, sobre su
particular sentido de la justicia y sobre lo que era el bien y el mal.
Parece ser que la hormiga, jovenzuela e inquieta,
a pesar de su educación militar y los valores tradicionales que le habían
inculcado desde pequeña, perdía la cabeza cuando se topaba con algo dulce.
- Una vez -le contaba al armadillo- estuve a
punto de morir ahogada dentro de un tarro de miel. Otras murieron antes que yo
y a pesar que yo las veía ahí, no podía dejar de intentar entrar en el bote. Sé
que fue una estupidez, pero era mi destino. Ahí me encaminaba feliz.
El armadillo, más anciano y sabio, sonrió:
- Bueno, me pareces un ser muy audaz. Mírate
ahora, hablando conmigo amigablemente, a pesar que sabes que estoy a punto de
comerte.
- Tengo esperanza de que no sea así, apelo a tu
sabiduría. Sabes que el mundo perderá alguien interesante si me matas.
El armadillo volvió a sonreír.
- ¿Sabes que te digo? escuché una vez hablar a un
sabio bereber que, cerca de una hoguera, aleccionaba a sus hombres. Hablaban
sobre lo que era conveniente hacer. Les decía "a los malos, la tierra los
va a escupir". No quiero que eso pase conmigo. Hormiga, por tu valentía,
te mereces vivir. Márchate, muere ahogada en miel si así ha de ser, pero
yo no quiero condenarme por tu culpa.
Y armadillo y hormiga se despidieron educadamente
mientras el sol bañaba aquel paisaje que parecía la luna.
X. Octubre
Sonaba Alondra Bentley
y su "Human" cuando llegó a su destino: el pequeño bosque de
acebuches y encinas que custodiaba el Corazón de Jesús de piedra que se erigía
como un sueño sobre los campos de hierba.
Le faltaba la
respiración pues había forzado ligeramente la última serie de su rutina de
entrenamiento con tres minutos de carrera en lugar de dos: estiramientos cinco
minutos, caminar a paso rápido cinco minutos, trote dos minutos, caminar a paso
normal tres, carrera, dos minutos, alta velocidad un minuto, otra vez trote
cinco.
Sudaba, le estallaba
el pecho, se notaba las mejillas encendidas y los dedos de las manos se habían
hinchado ligeramente. Intentó hacer rodar su anillo de boda. Siempre lo hacía
cuando estaba en una situación difícil. Su dedo estaba tan hinchado que apenas
se movió. Sonaba Alondra Bentley en su iPod, se quitó un auricular y se sentó a
los pies del cristo. Le dolían los gemelos. Escondió su cabeza entre las
piernas, todo le daba vueltas. Y entonces empezó a llorar, lágrimas que no
cesaban, que mojaban su camiseta mojada, que se colaban en su boca y la
llenaban de mar. Las pulsaciones no lograban bajar en esa situación. Pasó un
buen rato hasta que logró calmarse y el pecho dejó de escocer. Entonces,
enderezó su espalda, alzó su barbilla al cielo y miró la estatua con
desesperanza.
- ¿No puedes verme?
-preguntó en un susurró. Se quitó el otro auricular pero no apagó la música. La
escuchaba lejos, vibrando en su cintura, como un coro de ángeles.
- ¿No puedes oírme?
-volvió a preguntar. ¿Sabes? Creo que ha llegado el momento. No sé si todo era
una prueba para permanecer o para cambiar, todavía no lo sé y por tanto no sé
si finalmente he fracasado o he vencido al fin, pero llegó el momento. No puedo
más, no puedo seguir con esto. Él se ama más a si mismo. Oh, no, no es eso, tú
lo sabes, no es que se ame más a si mismo, es que ama más a su orgullo. Eso es
más importante que todo lo demás. Yo confiaba...Han pasado tres años. Han
pasado catorce. Tú sabes todo lo que he aprendido. Más que él. Él no quiere
aprender. Llegó el momento...
Permaneció en
silencio. Le hubiera aterrado escuchar una respuesta y al mismo tiempo la
esperaba.
De pronto escuchó un
leve crujir de hojarasca. Se levantó de un salto pensando que pudiera ser una
rata. El ruido venía de la cara posterior de la enorme escultura.
Cautelosamente y con el corazón palpitando giró hacia allí.
Y descubrió un
ciclista que recogía su bicicleta intentando no hacer mucho ruido, avergonzado
por haber tenido que escuchar la confesión.
Ella enrojeció de
vergüenza y balbuceó un perdón. Él también se disculpó.
Y así era como
contaban a sus hijos, diez años después, cómo se habían conocido.
XI: Noviembre
- Las gaviotas no
hablan, Carlos, ya lo sé, pero ríen, escucha...
El niño dejó su cubo
de plástico naranja y su pala verde junto a las rodillas de su hermana y estiró
el cuello.
- No ríen -acabó
diciendo-, gritan! Y están enfadadas.
Entonces fue ella la
que prestó más atención. Y de repente, los graznidos que hasta entonces le
parecieron carcajadas de abuelo se convirtieron en amenazantes gritos. Aprendió
entonces cómo la percepción crea la cosa, y cómo es la mente la que crea esa
percepción. Sin embargo tuvo que experimentar mucho más en su vida para llegar
a entenderlo y aceptarlo.
Ese fue el recuerdo
que le vino a la cabeza el primer día de clase cuando en la asignatura de
Ecología descubrió que el nombre común de las gaviotas europeas era el de
Gaviotas Reidoras. Casi saltó de la silla. Disimuladamente le envió un sms a
Carlos: "Ja, ja, las gaviotas son reidoras, yo lo sabía".
Carlos no leyó el
mensaje hasta tres horas después y pensó, como tantas otras veces, que su
hermana estaba loca. Ni se molestó en contestar. Estaba descargando un camión
de cajas de gambas. Tenía frío. Olía mal. Estaba cansado.
Años más tarde, la voz
de las gaviotas volvió a aparecer en la vida de Natalia. Fue en un atardecer de
verano. Ella y Ramón habían quedado para conocerse mejor. Era el día. Antes
apenas se habían rozado el dedo meñique caminando por la playa. Ya hacía un mes
que se trataban. Hablaban a menudo, salían a pasear, a comer. Ramón ya tenía
suficiente información como para preparar un encuentro interesante: compró
trufas, cava, pidió una guitarra prestada, las llaves del apartamento de verano
de su amigo Juanjo y lo más importante: a Vinicius de Moraes.
Cuando sonaba "A
Felicidade" la besó con avidez. Y fue entonces cuando un grupo de
gaviotas, puede que trece, se posaron en la barandilla de la terraza que rodeaba
el salón del apartamento. Y allí rompieron a graznar a carcajadas, mientras
Natalia y Ramón jugaban a amarse.
Curiosamente ella no
pudo escuchar sus risas entonces. La voz de las gaviotas llegaba a sus oídos
como gritos amenazantes advirtiendo de una catástrofe. Y maldijo al hermano en
silencio.
Dos meses después supo
que estaba embarazada. Adiós a sus planes de pedir una beca y viajar a Canadá.
Adiós a su doctorado. Ramón lo aceptó con ilusión. Le propuso matrimonio y se
casaron rápidamente, antes que la barriga creciera. Al fotógrafo no se le
ocurrió otra cosa que citarlos en la playa para la primera sesión de fotos del
reportaje de boda.
Muy despacio se colocó
en la arena, con el vestido inmaculado, blanco nieve y el ramo de azaleas
también blancas cayendo en cascada desde sus dedos. Había centenares de
gaviotas a su alrededor, se desplazaron un poco. El fotógrafo pidió paciencia.
Colocó algunas sardinas en la arena, semiocultas, a una prudencial distancia.
Las gaviotas se acercaron de nuevo y rodearon a Natalia. El fotógrafo empezó a
disparar la cámara, orgulloso de su idea estrella: a la voz de arriba! las
gaviotas, consternadas, alzaron el vuelo alrededor de la novia. La imagen era
espectacular, bella, distinta. Graznaban sus risas y sus gritos. Natalia, por
primera vez, estaba aterrorizada.
XII. Diciembre
Leo a Kipling y cómo el rinoceronte arrugó su
piel o le salieron manchas al leopardo, sentada en una silla que me transporta
a la ingenuidad de la niñez. Me gusta leer cuentos para niños sin serlo, me
acerca a algo que todavía busco.
Leo a Kipling y pienso que no debería leer a un
imperialista y colonialista como él, pero hay tantos cosas que hago y no
debería.
Leo a Kipling y pienso en la huelga general que
no haré. No por derrotismo, aunque lo sienta; no por afinidad al Gobierno, hace
tiempo que sé que la solución de las cosas no está en el poder; no por
estupidez, lo medito.
Es porque todo me parece un gran espectáculo, un
circo sin sentido. No es posible que la única solución democrática a un estado
injusto de las cosas, pase por una doble carga sobre la víctima. Es como pedir
que te curen una herida infringiéndote otra. No paso por ahí, me rebelo. Quiero
otras vías. No se me ocurren, lo confieso.
¿Cómo puede un parado demostrar su descontento?
No tiene ningún trabajo al que dejar de acudir, ¿acaso entonces no está
descontento? ¿sólo por qué no puede demostrarlo? No voy a golpearme la cabeza
en la pared porque los mismos poderosos me digan que es lo único que puedo
hacer para que desde arriba no me sigan dando manporrazos. El sindicato no es
mi igual. Debería serlo, pero no lo es. Se desvirtuó también su esencia, se
convirtió en un peón más del Rey y la Reina de este juego de ajedrez que es la
sociedad en que vivimos.
Leo a Kipling y me evado, no es ninguna solución.
Cuando leo no busco soluciones a nada. Sólo
entender mejor las cosas: al rinoceronte le pusieron migas de pan en su piel
vestido para que le picara continuamente el cuerpo y de tanto rascar, tanto, le
salieron las arrugas.
¡Felices Fiestas y Feliz Año Nuevo!
Bones festes i Bon Any!!