viernes, 6 de diciembre de 2013

Feliz Feliç 2014

Doce Cuentos Chinos

Francesca



Ya no soy así, pero lo fui, una ficción como los Cuentos Chinos, una ficción con su punto de realidad. Me gusta esta foto por muchas razones, pero especialmente por la luz que incide sobre mis manos. Porque en las manos está todo lo posible y también lo improbable, porque “no es lo que tenemos sino lo que somos capaces de hacer con ello”.
Hoy tengo poco para ofrecer, pero quiero regalarte algo de lo que tengo, de lo que escribo
para agradecerte el tiempo que pasas leyéndome, para agradecerte el tiempo que piensas en mí y compartes tu tiempo con el mío, sea mucho o sea poco, sea real o sea en la virtualidad del ciberespacio.
Feliz Navidad, feliz 2014!
que además de salud, dinero y amor, no nos falte la ilusión y las ganas de continuar en el camino.





I. Enero

Su abuela siempre le decía: "no te fíes nunca de un hombre que tenga la nariz en medio de la cara". Le hacia mucha gracia ese comentario y toda la metáfora implícita.
"Abuela -le contestaba ella, solícita, cuando era una adolescente-, los chicos son muy divertidos. Son blancos. Se les ve venir. Me encantan y me gusta fiarme". La abuela fruncía el entrecejo.
"Abuela -le contestaba ella todavía firme cuando era veinteañera-, los hombres tienen sus cosas, pero si sabes tratarlos son fantásticos". La abuela movía la cabeza a derecha e izquierda mirando al cielo.
"Abuela -le contestaba ella con un punto de decepción cuando se acercaba a los treinta -, ellos son muy egoístas, ya lo sé, pero también son bellos". La abuela ya estaba muy mayor y parecía que no entendía, pero una lágrima le asomaba por el rabillo del ojo derecho.
Al poco tiempo, murió y ella conoció al hombre con la nariz más grande del mundo. Y encima le brillaba como si el sol se hubiera concentrado ahí.
"Abuelita -le dijo frente a su tumba, ¿qué hago? su nariz es más grande que mi cara y la tiene bien en medio de la suya".
Se escuchó un crujir de huesos. Era la Abuela que se santiguaba.




II. Febrero



Seguimos en la estación. Esperando. Ese lugar de tránsito que aúna vidas y quehaceres. Los trenes llevan retraso y los operarios no explican. No sé porqué se enfadan tanto. La vida también es así. Aunque nos gustaría, nadie nos cuenta de dónde viene esa desgracia ni ese premio ni por qué.
Una dice que no piensa pagar el trayecto. Estúpida soñadora utópica. ¿Acaso dejas de pagar en la vida aunque el servicio no sea el deseado? En realidad, me enternece. Cree y siente lo que dice.
Muchos más están indignados. Se quejan, maldicen, murmuran, se crispan. Ellos no. Ellos siguen en la estación besándose. Estarán agradecidos por ese retraso que dilata su despedida. Siempre puede sacarse algo positivo de cualquier contratiempo.
Poco a poco, el andén se va llenando de gente. Achico los ojos y así me alejo un poco de la escena y, viéndoles más pequeños y lejanos, tengo la sensación que son como esos caracolitos que se reúnen sobre una rama seca en el verano, bien apretados a dormir el calor. Pero no, éstos se mueven demasiado, no, son como hormigas devorando un insecto o como una flor abriéndose a velocidad extrema, los dos ejemplos son válidos y reales, no tengo preferencias. Sé que usando el primero se me tacharía de oscura y usando el segundo, de cursi. Pero no tengo preferencias, de verdad, ambas visiones están contenidas en mi.
Sigo observando. Tibia. Finalmente llega el tren. Y todos se lanzan en avalancha a penetrarlo. Se empujan, se miran de reojo, se aceleran. Lo hacen, a pesar de que saben que hay asientos para todos y que la máquina tardará todavía unos minutos en ponerse en marcha.
Los amantes siguen besándose. En cuanto se acomodan los pasajeros, ellos despegan sus labios un instante, y cogidos de la mano, se dirigen al vagón donde también yo pensaba sentarme. Les admiro. No iban a despedirse, sólo se amaban, con esa intensidad brutal de las tragedias. No pretenden hacer nada extraordinario esta noche, tal vez sólo sentarse en casa a ver la televisión y seguir besándose, como si no hubiera trenes que pasaran, sólo amándose.
De pronto, siento una tristeza infinita. Y decido no coger el tren, seguiré esperando. Después de todo, es lo que se espera de mi. Olvidé decirlo, soy la máquina de los refrescos.



III. Marzo



Aquel era un lugar bien extraño: en una de las arterias comerciales más conocidas de la ciudad, justo al lado de una fuente, se abría un pequeño patio interior y allí en un cartel luminoso, estéticamente desubicado, y con una gran flecha de neón, se podía leer "Probadores". Me extrañé: no había ninguna tienda alrededor. Pero la curiosidad era demasiado fuerte así que me acerqué despacio buscando alguien que me diera alguna respuesta. No había nadie, sólo la escultura de un niño negro con rasgos blancos. 
Una cortina de terciopelo color añil, pesada como las de las iglesias, separaba el probador del exterior. La aparté con dificultades y entré. Entonces sonó una música de violines y una voz en off, grave y masculina, me invitó a cambiarme de ropa.
- ¿Qué ropa? -respondí bajito-, no hay ninguna ropa.
De repente, apareció ante mi un traje gris perla: falda de tubo hasta la rodilla, camisa blanca semitransparente, chaqueta entallada, medias de seda, zapatos negros de tacón a lo Letizia y un pequeño bolso también negro incrustado de cristales que formaban una gran C.
- Pruébatelo -ordenó la voz en off-, y serás una persona nueva mientras lo lleves.
No pude resistirme y así lo hice. De repente, mi pelo alborotado se definió en rizos brillantes y elásticos y en mi rostro normalmente limpio y sin maquillaje, las pestañas se me multiplicaron, los labios adquirieron un brillo gloss muy acorde con los cristales del bolso y mis mejillas un tono rosado artificial pero elegante.
Salí del probador y mis pies iniciaron un camino desconocido. Sin voluntad propia fui capaz de entrar en un gabinete de abogados, atender a varios clientes, almorzar con un fiscal y mi secretaria en una arrocería de lujo, tener sexo, puro sexo a media tarde y de pie, en el cuartito de las fotocopiadoras, con el joven becario del gabinete y a última hora de la tarde recibir un masaje relajante con exfoliación y baño de espuma.
Al día siguiente, de camino al trabajo, paré de nuevo enfrente del probador. De ahí salí con un vestido de lana a rayas de colores, unos leotardos granate, unos botines de piel girada y un abrigo a cuadros con botones muy grandes, como de payaso. En la solapa llevaba una libélula de tela, hecha a mano, y en mis orejas pendientes de ganchillo. Mi pelo, de nuevo alborotado, tenía reflejos caoba, y con la cara bien lavada, me dirigí a mi clase de patchwork, antes de pasar por el mercado ecológico para reservarme la comida del mediodía, impartir las clases de inglés a los chicos de bachiller, las clases de repaso a los niños de primaria y a última hora, la de informática a los ancianos del barrio en mi tiempo de voluntariado.
Y así estuve durante un mes, haciendo probaturas de vida, cada día algo diferente. No sabéis cómo aprendí. Lo jodido, y que Dios me perdone por lo impropio de esta palabra, es que ayer me vestí de monja y hoy, Santo Cielo!, el probador ya no estaba.



IV. Abril


Lo secundario siempre lo había definido, dirigido y dibujado.
Era amante de las carreteras secundarias, por ahí se perdía siempre que le sobraban minutos, con su coche en segunda contemplando almendros o viñas.
Se fijaba siempre en los actores secundarios, aquellos que crecían a la sombra de los protagonistas, que a veces concentraban en una sola frase toda la esencia de la historia.
Los recuerdos más frágiles los tenía de secundaria cuando los días sabían a chicle y tenía granos sólo en la frente.
Cuando empezó a pintar en la academia de la Plaza de la Reina, aprendió rápidamente que los colores secundarios eran más ricos que los primarios, pero menos vistosos. No obstante, adoraba mezclar los segundos consiguiendo decenas de matices en los colores secundarios. Se negaba a pintar con primarios porque aunque eran más naïf y más vivos y alegres y más de vanguardia, los colores secundarios le parecían más elegantes y sugerentes, ideales para las pieles, los rincones, los iris y las brumas.
Contrariamente a lo que todos pensaban no estudió Bellas Artes, sino diseño industrial, y estaba seguro que lo determinó el hecho de que la industria fuera el sector económico secundario por excelencia.
Siempre leía los efectos secundarios de las medicinas y no sabía si por sugestión o por hipersensibilidad, los terminaba padeciendo.
A los cuarenta y dos años y en plena crisis personal, después de ser el plato secundario de una mujer casada, descubrió la ley de causa-efecto y con ella el efecto secundario más importante de la enfermedad de estar vivo: cobrar consciencia de que cada uno da lo que recibe y luego recibe lo que da, saber que nada se pierde, en realidad, que todo se transforma que no hay otra cosa. Y entonces respiró tranquilo y se recostó en el balcón de su casa, en segunda fila de la costa, donde no podía ver el mar pero sí olerlo, para perder el tiempo en cosas secundarias y disfrutarlas.



V. Mayo


No estoy muy segura de por qué acepté la invitación. Lo cierto es que aquella mujer mayor me daba lástima, pero al mismo tiempo me recordaba tanto a mí misma que sentía deberle algo. 
La conocí en el tren que iba a Cadaqués. Viajábamos las dos solas y ella enseguida inició la conversación. Recuerdo como bajó antes que yo y como yo la saludé desde la ventanilla con la hoja de  papel cuadriculado que había arrancado de su agenda, moviéndola como si fuera un pañuelo blanco en una triste película antigua de amor. Paré la hoja de papel y la miré cuando ya no la tenía a la vista: me escribió en ella su nombre, su dirección y su teléfono. 
Pensé en todos los desaprensivos que podrían aceptar esa invitación y después atacarla. Era mayor. Estaba sola. Así que decidí hacerlo, visitarla, y aconsejarla, y advertirla, como haría con una niña pequeña.
Vivía en el Eixample de Barcelona, en un piso enorme, con las baldosas de colores y los techos altísimos. Se alegró tanto al verme que me ruboricé. 
- Eres la primera persona que ha aceptado mi invitación -dijo, mientras me hacía flanquear una puerta hermosa, lacada en blanco con vidrieras de colores.
Entramos en el salón de te. En las paredes había frescos con escenas cotidianas de la China antigua. Pude admirar biombos, jarrones, amuletos y cojines, flores de loto, porcelanas. Quise levantarme para ayudarla a servir el te, pero no quiso. En poco tiempo apareció por otra puerta camuflada tras unas pinturas con una bandeja de alabastro y un conjunto de porcelana color rosa palo y dorado repleta de dragones. 
Todo estaba resultando muy mágico y el inicio de la conversación no fue para menos:
- Confucio decía -empezó- que si hay rectitud en el corazón, habrá belleza en el carácter. Que si hay belleza en el carácter, habrá armonía en el hogar. Que si hay armonía en el hogar, habrá orden en la Nación. Que si hay orden en la Nación, habrá paz en el mundo.
Me quedé muda ante la profundidad de aquellas palabras, que a mi juicio, retrataban tan bien la situación actual de la humanidad que yo conocía.
Ella sonrió y me empujó a probar el te.
Es lo último que recuerdo. Desperté en el descansillo de la escalera, somnolienta y con la lengua hecha cartón. No entendía nada así que me dispuse a tocar el timbre de su puerta una y otra vez, pero nadie me abrió.
Lo entendí todo más tarde, cuando me di cuenta que no tenía ni el móvil ni la cartera.



VI. Junio


Los tres guardianes custodiaban el hogar de la que piensa, una casa medio encalada, medio de piedra, que se erigía entre montañas, lejos del bullicio y las tensiones. 
Permanentemente, entre los barrotes de las persianas verde carruaje, se escurría música poco escuchada. A Leilah Broukhim justo en ese momento, La fortuna, taconeando imposibles.
- Cuando piensas, ¿quién es que piensa?
La pregunta martilleaba su cabeza, como lo hacían los zapatos negros de esa neoyorquina hija de judíos sefardíes procedentes de Irán, en una mezcla impúdica que abofeteaba nacionalismos y rigideces. 
Escuchaba la música, cortaba las setas a trozos longitudinales y pensaba...por tanto podría decirse que la que pensaba era la que era.
- Yo soy la que piensa.
Los tres guardianes se partían de la risa.
- ¿y quién es "yo"? -se autocuestionó.
- La que piensa -se volvía a contestar en un bucle infinito del que parecía difícil salir.
Leilah pasó de su fortuna a dejando huellas -Dios los cría y ellos se juntan- y del alma salían los gritos flamencos que la que piensa, hasta ahora, jamás había entendido ni sentido.
- La que piensa -prosiguió- no es la que siente, pero puede que sí sea la que cree porque el pensamiento se nutre de las creencias y los sentimientos, sin embargo, nacen de la piel, intuitivamente, sin razocinio -lo dijo bajito, sin mucho convencimiento.
- La que piensa es la que se ha pensado previamente. Y si es así, no soy yo, sino una re-creación de mis ideas y creencias. Entonces, ¿sirve de algo pensar? ¿no se ha alejado el ser pensante de esa esencia que lo acercaba a las cosas? ¿Es el pensamiento el que ha creado monstruos y, por tanto, necesidad de guardianes?
La cebolla pochada, las setas todavía crujientes, el solomillo de pavo bien salpimentado, el tomate seco ruborizando el plato, el aroma de las especias y la música enmudeciendo, el pensamiento acallado, la boca salivando, el vello de los brazos ligeramente erecto, los guardianes impasibles, y fuera el trino de los pájaros, muchos, distintos, fuertes y poderosos, como si allí estuviera el Paraíso.



VII. Julio



Entre las hojas de un libro sobre ciudades invisibles se encontró un lirio amarillo seco, como un papel, sin aroma. 
Hizo memoria: lo había recogido en el borde de un camino en Aachen, un pueblo empedrado en la frontera entre Alemania y Holanda, en una tarde de primavera de hacía unos años.
El objeto encontrado la llevó a otro recuerdo: el clavel blanco que Tomás depositó en su mano cuando era niña y ella terminó enterrando en otro libro, un diccionario grueso y rojo, donde quedó aplastado sobre la palabra equívoco.
Tomás, amigo de sus padres, era un hombre pequeño, de piel morena y cuarteada por el sol del campo, como una tierra de sequía y bigote poblado, ligeramente canoso. Tenía los ojos diminutos, pero brillantes, como de roedor amable y una colección de revistas pornográficas en un cajón del mueble de la televisión. Lo sabía porque hasta ahí la guió él "casualmente" en una visita de verano.
Ella tenía once años, pero parecía de quince. Llevaba unas gafas enormes que le tapaban la cara blanca como la leche y una sonrisa tímida y rosada que la protegía de la soledad. Había leído en alguna parte que para ser encantadora tenía que sonreír siempre. Y por aquel entonces ser encantadora era su máxima prioridad. 
¿Te aburres, cariño? -le preguntó - mira en el cajón del mueble de la tele, ahí encontrarás algo para entretenerte...y ella miró y encontró falos y nalgas y pechos y bocas engarzadas. 
Lo miró entonces desde lejos con el corazón acelerado y él le devolvió la mirada con una sonrisa cómplice mientras seguía hablando con sus padres de higueras y paredes cubiertas de conchas, de pinos y procesionarias, de vegetarianos y operaciones de cataratas.
Lo recordaba con todo detalle porque permaneció atenta a la charla, mientras ojeaba las revistas con la idea de guardarlas sólo cuando terminaran la conversación, no antes, pues aquellas imágenes que veía por primera vez la tenían hipnotizada.
Al terminar la visita, apoyada en el coche, con su vestido beig de mangas abombadas y sus calcetines blancos de encaje, él se acercó y le acarició la cara con sus manos grandes y ásperas mientras le regalaba un clavel blanco y le hablaba con sus ojillos pequeños de perversiones que sólo quedarían en su mirada. 
Y ella guardó el clavel y la mirada en un diccionario grueso y rojo sobre la palabra equivocada.
Ahora recordaba y se miraba la cara arrugada y manchada por el tiempo. Sintió nostalgia de aquella fragilidad de entonces, del deseo que provocaba aunque fuera malsano y censurable. Nadie ahora querría regalarle flores, a no ser que fueran para desearle un buen viaje hacia el otro barrio. 
Sacó el lirio amarillo seco del libro de las ciudades invisibles. Lo aireó y volvió a guardarlo pasándolo de Zemrude a Leonia.



VIII. Agosto


- ¿Cuántos años tienes, 40?
- 46! -lo dijo con un punto de coquetería, con la ilusión de haberle ganado un juego a la Santa Muerte.
- ¿Y quieres encontrar de nuevo el amor? -preguntó la santera mirándole con sus ojos como pozos.
Él asintió atemorizado.
- Entonces -continuó ella, levantándose del banquito azul que a penas sostenía su gran trasero y acercándose a una estantería llena de botellas de colores- tómate este brebaje cada mañana.
Era una botella con un líquido azul bastante denso. En la etiqueta ponía: "Para amarrar el amor" sobre una foto de dos amantes rubios y jóvenes, que sin duda lo fueron en los años sesenta.
- Son 100 pesos -dijo la hechicera.
Él rápidamente hizo la equivalencia mental en euros. Unos 6 euros, perfecto. Poco esfuerzo le tenía que costar su sueño.
Salió de la choza con la cabeza espesa y se dirigió, de nuevo, al hotel Xaloc de la isla Hollbox. Ahí le esperaba su amigo, el director del resort, un cincuentón también soltero, pero con un concepto muy distinto del amor. No le diría lo que acababa de hacer, jamás.
- Estoy un poco cansado de este ir y venir -le dijo en la cena después del vino blanco, un poco ya cargado de alcohol.
- Pero, hombre, un día una un día otra y cada vez más jóvenes, de qué te quejas...
- Pero sólo es sexo. Me quiero enamorar.
- Ya no nos podemos enamorar -dijo el amigo -, somos mayores - y soltó una carcajada - claro, todo lo vivido, todo lo aprendido, todas las manías, todas las comodidades, nos hacen inflexibles. Te ilusionas, pero no dejas que el amor entre porque no abrimos la puerta al proceso, no hay tiempo.
- ¿Qué quieres decir? Y pídeme un gin-tonic, anda...
- Digo que no perdonamos nada, no dejamos pasar ni una, cualquier pequeño desencuentro es un obstáculo, no tenemos esa inconsciencia de la juventud que resta importancia a todo y nos regala, sin darnos cuenta, el tiempo para conocer a la otra persona y amarla. Si tú hablas con alguno de nuestros amigos felizmente casados  desde hace 20 años, todos te sabrán enumerar los múltiples defectos de sus parejas, pero también te dirán que ya no sabrían vivir sin esos detalles.
- Pero qué pereza, oye, yo ya no puedo, ¿qué quieres decir? ¿que si conozco una chica y yo qué sé, se echa pedos en la cama, aguante hasta que me acostumbre y ame esa imperfección?
Él se rió.
- Sí, sí lo que quieres es una unión duradera. 
- Yo no quiero una unión duradera, yo quiero amar…Y otra desventaja –reflexionó él ayudado por el gin-tonic- los amores maduros han envejecido juntos y aunque se miren en el espejo y vean arrugas o alvicies en sus ojos sigue existiendo aquella manzana madura de la que se enamoraron, saben verse en esencia. Sin embargo, yo ahora tengo que amar la imperfección del tiempo en ellas, así, sin aviso. Llámame frívolo, pero…
- Lo que te digo, somos nosotros los que ponemos barreras, los que hemos desaprendido el arte de amar, de mirar y valorar el otro, hay que tirar el lastre que llevamos. ¿Sabes qué? Hay una santera en la Riviera que…
Unos flamencos rosados como las entrañas pasaron entonces volando a unos metros de sus cabezas. Su batir de alas, pesado y pausado, ahogó las palabras. Era hermoso verlos cruzar el aire en grupo. Seguro que se amaban.


IX. Septiembre

Conversaban, el armadillo y la hormiga, sobre su particular sentido de la justicia y sobre lo que era el bien y el mal.
Parece ser que la hormiga, jovenzuela e inquieta, a pesar de su educación militar y los valores tradicionales que le habían inculcado desde pequeña, perdía la cabeza cuando se topaba con algo dulce.
- Una vez -le contaba al armadillo- estuve a punto de morir ahogada dentro de un tarro de miel. Otras murieron antes que yo y a pesar que yo las veía ahí, no podía dejar de intentar entrar en el bote. Sé que fue una estupidez, pero era mi destino. Ahí me encaminaba feliz.
El armadillo, más anciano y sabio, sonrió:
- Bueno, me pareces un ser muy audaz. Mírate ahora, hablando conmigo amigablemente, a pesar que sabes que estoy a punto de comerte.
- Tengo esperanza de que no sea así, apelo a tu sabiduría. Sabes que el mundo perderá alguien interesante si me matas.
El armadillo volvió a sonreír.
- ¿Sabes que te digo? escuché una vez hablar a un sabio bereber que, cerca de una hoguera, aleccionaba a sus hombres. Hablaban sobre lo que era conveniente hacer. Les decía "a los malos, la tierra los va a escupir". No quiero que eso pase conmigo. Hormiga, por tu valentía, te mereces vivir. Márchate, muere  ahogada en miel si así ha de ser, pero yo no quiero condenarme por tu culpa.
Y armadillo y hormiga se despidieron educadamente mientras el sol bañaba aquel paisaje que parecía la luna.



X. Octubre


Sonaba Alondra Bentley y su "Human" cuando llegó a su destino: el pequeño bosque de acebuches y encinas que custodiaba el Corazón de Jesús de piedra que se erigía como un sueño sobre los campos de hierba. 
Le faltaba la respiración pues había forzado ligeramente la última serie de su rutina de entrenamiento con tres minutos de carrera en lugar de dos: estiramientos cinco minutos, caminar a paso rápido cinco minutos, trote dos minutos, caminar a paso normal tres, carrera, dos minutos, alta velocidad un minuto, otra vez trote cinco. 
Sudaba, le estallaba el pecho, se notaba las mejillas encendidas y los dedos de las manos se habían hinchado ligeramente. Intentó hacer rodar su anillo de boda. Siempre lo hacía cuando estaba en una situación difícil. Su dedo estaba tan hinchado que apenas se movió. Sonaba Alondra Bentley en su iPod, se quitó un auricular y se sentó a los pies del cristo. Le dolían los gemelos. Escondió su cabeza entre las piernas, todo le daba vueltas. Y entonces empezó a llorar, lágrimas que no cesaban, que mojaban su camiseta mojada, que se colaban en su boca y la llenaban de mar. Las pulsaciones no lograban bajar en esa situación. Pasó un buen rato hasta que logró calmarse y el pecho dejó de escocer. Entonces, enderezó su espalda, alzó su barbilla al cielo y miró la estatua con desesperanza.
- ¿No puedes verme? -preguntó en un susurró. Se quitó el otro auricular pero no apagó la música. La escuchaba lejos, vibrando en su cintura, como un coro de ángeles.
- ¿No puedes oírme? -volvió a preguntar. ¿Sabes? Creo que ha llegado el momento. No sé si todo era una prueba para permanecer o para cambiar, todavía no lo sé y por tanto no sé si finalmente he fracasado o he vencido al fin, pero llegó el momento. No puedo más, no puedo seguir con esto. Él se ama más a si mismo. Oh, no, no es eso, tú lo sabes, no es que se ame más a si mismo, es que ama más a su orgullo. Eso es más importante que todo lo demás. Yo confiaba...Han pasado tres años. Han pasado catorce. Tú sabes todo lo que he aprendido. Más que él. Él no quiere aprender. Llegó el momento...
Permaneció en silencio. Le hubiera aterrado escuchar una respuesta y al mismo tiempo la esperaba. 
De pronto escuchó un leve crujir de hojarasca. Se levantó de un salto pensando que pudiera ser una rata. El ruido venía de la cara posterior de la enorme escultura. Cautelosamente y con el corazón palpitando giró hacia allí. 
Y descubrió un ciclista que recogía su bicicleta intentando no hacer mucho ruido, avergonzado por haber tenido que escuchar la confesión.
Ella enrojeció de vergüenza y balbuceó un perdón. Él también se disculpó. 
Y así era como contaban a sus hijos, diez años después, cómo se habían conocido.



XI: Noviembre



- Las gaviotas no hablan, Carlos, ya lo sé, pero ríen, escucha...
El niño dejó su cubo de plástico naranja y su pala verde junto a las rodillas de su hermana y estiró el cuello.
- No ríen -acabó diciendo-, gritan! Y están enfadadas.
Entonces fue ella la que prestó más atención. Y de repente, los graznidos que hasta entonces le parecieron carcajadas de abuelo se convirtieron en amenazantes gritos. Aprendió entonces cómo la percepción crea la cosa, y cómo es la mente la que crea esa percepción. Sin embargo tuvo que experimentar mucho más en su vida para llegar a entenderlo y aceptarlo. 
Ese fue el recuerdo que le vino a la cabeza el primer día de clase cuando en la asignatura de Ecología descubrió que el nombre común de las gaviotas europeas era el de Gaviotas Reidoras. Casi saltó de la silla. Disimuladamente le envió un sms a Carlos: "Ja, ja, las gaviotas son reidoras, yo lo sabía".
Carlos no leyó el mensaje hasta tres horas después y pensó, como tantas otras veces, que su hermana estaba loca. Ni se molestó en contestar. Estaba descargando un camión de cajas de gambas. Tenía frío. Olía mal. Estaba cansado.
Años más tarde, la voz de las gaviotas volvió a aparecer en la vida de Natalia. Fue en un atardecer de verano. Ella y Ramón habían quedado para conocerse mejor. Era el día. Antes apenas se habían rozado el dedo meñique caminando por la playa. Ya hacía un mes que se trataban. Hablaban a menudo, salían a pasear, a comer. Ramón ya tenía suficiente información como para preparar un encuentro interesante: compró trufas, cava, pidió una guitarra prestada, las llaves del apartamento de verano de su amigo Juanjo y lo más importante: a Vinicius de Moraes. 
Cuando sonaba "A Felicidade" la besó con avidez. Y fue entonces cuando un grupo de gaviotas, puede que trece, se posaron en la barandilla de la terraza que rodeaba el salón del apartamento. Y allí rompieron a graznar a carcajadas, mientras Natalia y Ramón jugaban a amarse. 
Curiosamente ella no pudo escuchar sus risas entonces. La voz de las gaviotas llegaba a sus oídos como gritos amenazantes advirtiendo de una catástrofe. Y maldijo al hermano en silencio. 
Dos meses después supo que estaba embarazada. Adiós a sus planes de pedir una beca y viajar a Canadá. Adiós a su doctorado. Ramón lo aceptó con ilusión. Le propuso matrimonio y se casaron rápidamente, antes que la barriga creciera. Al fotógrafo no se le ocurrió otra cosa que citarlos en la playa para la primera sesión de fotos del reportaje de boda. 
Muy despacio se colocó en la arena, con el vestido inmaculado, blanco nieve y el ramo de azaleas también blancas cayendo en cascada desde sus dedos. Había centenares de gaviotas a su alrededor, se desplazaron un poco. El fotógrafo pidió paciencia. Colocó algunas sardinas en la arena, semiocultas, a una prudencial distancia. Las gaviotas se acercaron de nuevo y rodearon a Natalia. El fotógrafo empezó a disparar la cámara, orgulloso de su idea estrella: a la voz de arriba! las gaviotas, consternadas, alzaron el vuelo alrededor de la novia. La imagen era espectacular, bella, distinta. Graznaban sus risas y sus gritos. Natalia, por primera vez, estaba aterrorizada.



XII. Diciembre


Leo a Kipling y cómo el rinoceronte arrugó su piel o le salieron manchas al leopardo, sentada en una silla que me transporta a la ingenuidad de la niñez. Me gusta leer cuentos para niños sin serlo, me acerca a algo que todavía busco. 
Leo a Kipling y pienso que no debería leer a un imperialista y colonialista como él, pero hay tantos cosas que hago y no debería. 
Leo a Kipling y pienso en la huelga general que no haré. No por derrotismo, aunque lo sienta; no por afinidad al Gobierno, hace tiempo que sé que la solución de las cosas no está en el poder; no por estupidez, lo medito. 
Es porque todo me parece un gran espectáculo, un circo sin sentido. No es posible que la única solución democrática a un estado injusto de las cosas, pase por una doble carga sobre la víctima. Es como pedir que te curen una herida infringiéndote otra. No paso por ahí, me rebelo. Quiero otras vías. No se me ocurren, lo confieso.
¿Cómo puede un parado demostrar su descontento? No tiene ningún trabajo al que dejar de acudir, ¿acaso entonces no está descontento? ¿sólo por qué no puede demostrarlo? No voy a golpearme la cabeza en la pared porque los mismos poderosos me digan que es lo único que puedo hacer para que desde arriba no me sigan dando manporrazos. El sindicato no es mi igual. Debería serlo, pero no lo es. Se desvirtuó también su esencia, se convirtió en un peón más del Rey y la Reina de este juego de ajedrez que es la sociedad en que vivimos.
Leo a Kipling y me evado, no es ninguna solución.
Cuando leo no busco soluciones a nada. Sólo entender mejor las cosas: al rinoceronte le pusieron migas de pan en su piel vestido para que le picara continuamente el cuerpo y de tanto rascar, tanto, le salieron las arrugas.





¡Felices Fiestas y Feliz Año Nuevo!
Bones festes i Bon Any!!